Mi madre, de sencillas palabras y gestos tranquilos, era un faro de honestidad, una roca que cimentaba la familia. Mis hermanos y yo prácticamente vivíamos en su regazo. Pero los años impusieron su tiranía y empezó a olvidar, su mente se quebró como el tallo de una rosa marchita.

Ahora su mirada perdida ningunea nuestros rostros. Su silencio acalla nuestras risas. Antaño fue una cocinera excepcional y su plato de lentejas es legendario. No recuerdo el momento, pero en mi cabeza estalló una idea que poco a poco se impregnó de certeza y no la pude reprimir: tenía la convicción de que si lograba preparar un guiso de lentejas como lo hacía ella, volvería a nosotros.

Una vez tras otra lo intenté, pero no conseguía ese sabor especial. Un día mi madre entró en la cocina y se acercó a los fogones. Por un instante sus ojos volvieron a la vida: cogió una rama de cilantro y la estrujó con su mano, luego, tras besar su puño cerrado, condimentó el guiso. Creí percibir una sonrisa antes de que volviera de nuevo a su ostracismo.

Miguel Salvador Muñoz, de Castellón.

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