febrero 18, 2017

Gazuza

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Mi padre había caído en el frente de Aragón y a su padre le habían dado el famoso paseíllo, de ahí que mi madre y yo viviéramos con la abuela. En aquellos tiempos de penurias y escasez, subsistir era un asunto de lo más espinoso, pero gracias a las friegas de la abuela, que sobaba a los niños del pueblo para curarles el empacho, al menos teníamos algo que llevarnos a la boca. No obstante, las limosnas que recibíamos en forma de comestibles se redujeron drásticamente con el aislamiento internacional, la severa sequía y los consecuentes años del hambre. Qué calamidades pasamos. Cuántos insufribles dolores de barriga. De no ser por las tisanas de raíces, las mondas de patata, las zanahorias silvestres, los ajos porros y, cuando peor pintaba la cosa, los tres sacos de lentejas que nos dio un compasivo estraperlista, nos hubieran tenido que enterrar. Cómo olvidarlo, de tanta lenteja que comimos nos hicimos a ellas de tal modo que al volver a ingerir otro alimento nuestros cuerpos reaccionaron enfermando. Desde aquello, la abuela se las arregló para sembrar lentejas, y aunque los años pasaron y con ellos la miseria, nunca dejó de hacerlo.

Nombre: Javier Sánchez López
Arenas de Sanpedro (Ávila)