El vigilante de seguridad ladeó la cabeza y frunció el ceño mientras giraba en derredor de la escultura que ocupaba el centro de la sala. Estaba compuesta por unas decenas de botellas rellenas de diversas cosas: arena, rodamientos, lentejas, carbón,… pegadas entre sí con forma de…, de… Ni idea. El arte abstracto le sobrepasaba. Le parecía un insulto exponer “aquello” en el centro de una sala dedicada al arte de verdad. De las paredes colgaban cuadros de grandes pintores del siglo XVII, cada uno de los cuales daba mil vueltas a aquella supuesta escultura. Vació despacio los pulmones echando el aire por la nariz y se dirigió despacio hacia su cuadro favorito, frente al que se detuvo a escasa distancia. Desde el lienzo, una joven de tez pálida le miraba con expresión lánguida y, para él, tierna. Consciente de que la única cámara de vigilancia se encontraba a su espalda, el vigilante lanzó un furtivo beso a la joven, se giró y continuó su ronda nocturna. Por eso, ni él, ni la cámara por su pésima resolución, notaron como el pigmento de las mejillas de la joven adquiría un color rojo intenso.

Joaquín Suárez Guerra – León